(Hablando de Felipe). Nunca consideró ni trató al hombre como simple instrumento para conseguir fines no humanos, como algo anónimo sin un destino. Si bien se aferraba, minucioso y testarudo, a su dignidad como rey, estaba por otra parte dispuesto a conceder con verdadera preocupación a cada uno su dignidad como hombre.
(Hablando de Cervantes). Y, casualmente, el viejo soldado se transfiguró. Se le alargó la cabeza y se le estiró un punto su barba rala como la de un viejo chivo; las mejillas hundidas, los hombros caídos, las piernas resecas y flaquísimas. Se vio encerrado en una viejísima armadura cuyas piezas estaban unidas mediante cuerdas. Su cabeza se tocaba con una bacía de barbero. Y junto a su flaca figura surgía la del rechoncho, mofletudo y barrigón, astuto, fiel, cobardón e inseparable del flaco; inseparable como lo es la realidad de la idealidad.
(Hablando del Greco). La obra de Doménico, el Greco, está ahí entre nosotros, como la gran señal de advertencia de que la pintura es algo más que copia de exterioridades; que el hombre es algo más que lo que parece ser, un trágico portador de energías cósmicas, un nudo apretado, una cadena entre la materia y el espíritu.
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