Cierto que a
monseñor de Valois se le había considerado bastante embrollón, dispuesto a
resolverlo todo sin reflexionar lo suficiente, y hecho a gobernar más de
capricho que prudentemente, pero por haber rodado de corte en corte, de París a
España y de España a Nápoles, por haber defendido los intereses del Padre Santo
en Toscana, por haber participado en todas las campañas de Flandes, por haber
intrigado en busca del trono del Sacro Imperio y haberse sentado durante más de
treinta años en el Consejo de cuatro reyes de Francia, poseía la costumbre de
plantear los problemas del reino dentro del conjunto de los asuntos de Europa.
Y eso lo hacía de manera casi inconsciente.
"Ved aquí
al rey de Francia, soberano señor; no hay ninguno entre vosotros, por pobre que
sea, con el que no quisiera cambiar mi suerte". Había escuchado esas
frases sin entenderlas. Eso era lo que habían sentido los príncipes de su
familia en el momento de la muerte. No podían decir otras palabras, pero los
que gozaban de salud no las podían comprender. Todo hombre que muere es el más
infeliz del universo.
Guccio creía
haber alcanzado la edad en que uno obra por la razón. Sin embargo, a pesar de
la arruga que se le marcaba entre las cejas, seguía siendo el hombre de
siempre, la misma mezcla de astucia y candidez, de orgullo y de sueños. Tan
cierto es que los años cambian poco nuestro carácter y que no hay edad que nos
libre de errores. Los cabellos encanecen más de prisa que nuestras debilidades.
Si, un celoso,
eso era. A pesar de ser regente, todopoderoso, el que daba los empleos,
gobernaba al joven rey, vivía conyugalmente con la reina, y ésto ante los ojos
de todos los barones, Mortimer seguía celoso. "Pero, ¿está completamente
equivocado al serlo?", pensó de pronto Isabel.